Compartimos de nuestra biblioteca: Tres lindas Narraciones…

– El viento, el sol y la vida.

– Un pequeño gusanito.

– El árbol mágico.

A disfrutar cada uno de ellos!!!  

El viento, el sol y la vida

Marta García Terán

Ya se podía adivinar el aroma de los jazmines, el sol empezaba a caer más tarde y yo estaba recuperando el placer de madrugar. Era uno de esos días en que una podía sentir los pasos de la primavera, pero todavía quedaban resabios del invierno. Hacía bastante frío y soplaba un viento feroz que hacía temblar los vidrios de las ventanas. Salí al jardín a buscar la pelota de mi hijo y me tuve que agarrar con fuerza el saco de lana que estaba desabotonado y se abrió de inmediato. Lo cerré bien, crucé los brazos para sostenerlo, pateé la pelota hacia adentro y volví al comedor lo más rápido posible.

Había pasado el mediodía, yo ya había cumplido con creces mi tarea de madre y decidí que era tiempo de tomarme un momento para mí, así que agarré la novela que hacía rato me llamaba desde la biblioteca y me fui derecho a mi rinconcito de invierno. Ese rincón no tiene la más minima onda, no es un espacio con un lindo silloncito y una mesita con flores. Para nada. Es apenas un cuadradito que queda entre la cocina y el lavadero, en el que me siento en el piso a leer, pensar o simplemente poner la mente en blanco; pero hay un secreto: está iluminado por un ventanal ubicado al reparo del viento, de manera que el sol inunda la cocina de luz y una puede sentir allí, tranquila, ese calorcito que abraza y reconforta en los días de frío.

Ahí me senté ese día, con mi pocillo de café y mi novela, a disfrutar de ese necesario momento íntimo en que nos encontramos con nosotras mismas y con el que todas las madres soñamos. A medida que pasan las paginas del libro, empecé a sentir el calor gentil, agradable, que el sol me regalaba a través del ventanal.

Primero me desabroché los botones, después me aflojé el pañuelo del cuello y finalmente me saqué el saco.

Volví al libro, pero ya no pude concentrarme. Una y otra vez me venía a la mente la imagen de mi papá, con los cachetes bien inflados, imitando al viento norte que en la fábula de Esopo competía con el sol para ver quien de los dos era más fuerte. Papá era un gran contador de cuentos, un talento del que sus nietos, llegaron a disfrutar, pero que durante años aprovechamos sus hijos que, noche tras noche, escuchábamos fascinados cientos de historias antes de ir a dormir.

Cerré los ojos y me vi de nuevo sentada en la cama con tres de mis hermanos; podía recordar la cadencia de papá y volví sobre los pasos de su relato. Nos contaba que, un día, el viento había desafiado al sol insinuando que él era más poderoso y para demostrárselo lo había retado a quitarle la ropa a la primera persona que pasara por allí. El que lo lograra sería el más fuerte. El sol aceptó el reto y de inmediato vieron a un hombre bien abrigado con un sobretodo. En ese momento era cuando papá soplaba y soplaba como loco para personificar al viento enfurecido que veía con impotencia como, a más violencia, más el hombre se asía a su abrigo hasta que, agotado el viento le cedía el turno a su contrincante. El sol no se esforzó demasiado, se limitó a brillar y en poco tiempo el hombre dejo de hacer fuerza para cerrarse el sobretodo y se lo quitó. La persuasión había logrado más que la fuerza; la calidez, la amabilidad, más que la violencia.

Me reí imaginándome como aquel hombre que Esopo había usado para dirimir la contienda,  dejé la novela y me puse a pensar cuántas veces en nuestra vida nos comportamos como el viento y cuántas, como el sol. Pensé en muchas circunstancias que requieren mano firme, pero también en tantas más en las que funciona mejor un abrazo que un empujón; en las que a más presión, a más fuerza, más se cierra la otra persona, y en que a veces una palabra calida, un gesto de cariño o comprensión nos llevan a la apertura. No me quedé mucho más tiempo dándole vueltas al asunto. Esopo –si es que existió- ya lo hizo muchísimos siglos atrás, fue claro y no pierde vigencia. Pero fue bueno recordarlo, sin grandes pretensiones, en especial durante una tarde ventosa y justo antes de retornar una buena novela.

Un pequeño gusanito

María Cecilia Fourcade

Mi abuela Memé, así le decíamos pero su nombre de pila era Amelia, vivía en la ciudad de Córdoba. Y cuando solíamos viajar a visitarla, ella nos esperaba, con algunas de sus exquisiteces. Casi siempre salía secándose las manos con el delantal de cocina que era parte de su vestuario y nos recibía con un fuerte abrazo a sus nietos que veía una vez por año, siempre durante las vacaciones.

El olorcito dulce la acompañaba durante todo el recorrido hasta llegar a la cocina, donde como todos sabíamos, estaba cocinando el Arroz con Leche, con el que siempre nos agasajaba; era un clásico pedido de sus nietos al que ella accedía contenta y no era el único, le seguían el pastel en fuente, la pasta frola y un montón de otras exquisiteces, con las que nos deleitaba.

Vivía en una casa de barrio, no muy moderna; algo oscura y cerrada, por lo que olía a viejo. Una parra de Uva chinche, formaba la galería, que hacía de antesala, al patio, con muchas plantas; entre las que había un mandarino, al que, de muy pequeña, Yo le arrancaba sus mandarinas aún verdes, y mi abuelo Fernando, me daba un reto y un chirlito en la mano, para que no lo repitiera.

Recuerdo con gran goce, una tarde de mucho calor, me encontraba sentada junto a Memé, bajo la parra de la galería, cuando de pronto, cayó un enorme gusano verde. Mi abuela, que siempre me contaba historias, a las que a mí, me gustaba escuchar atentamente, miró al gusano, y me dijo:

Un día me contaron que un pequeño gusanito caminaba en dirección al sol. Muy cerca del camino se encontraba un grillo. _ ¿Hacia dónde vas?, le preguntó. Sin dejar de caminar, el gusanito le contestó: _ Tuve un sueño anoche; soñé que desde la punta de la montaña yo miraba todo el valle. Me gustó lo que vi en mi sueño y he decidido realizarlo.

El grillo sorprendido le dijo mientras se alejaba: ¡Debes estar loco!, tú un simple gusano, no podrás llegar nunca. Una piedra será como una montaña, un pequeño charco como un mar y cualquier tronco una barrera infranqueable.

Pero el gusanito ya estaba lejos y no lo escuchó. Sus diminutos pies no dejaron de moverse.

De pronto oyó la voz de un escarabajo, quien le preguntó hacia dónde se dirigía con tanto apuro. El gusanito le contó su sueño y el escarabajo no pudo soportar la risa y le dijo: _Ni yo con patas tan grandes intentaría una empresa tan ambiciosa.

Él se quedó en el piso tumbado de la risa, mientras el gusanito continuó su camino.

Del mismo modo cruzaron por el camino del gusano, la araña, el topo, la rana y la flor, quienes le aconsejaron a nuestro amigo desistir de su intento.

_ ¡No lo lograrás jamás!, _ le dijeron, pero en su interior, había un impulso que la obligaba a seguir.

Ya agotado, sin fuerzas y a punto de morir, decidió parar a descansar y construir con su último esfuerzo un lugar donde pasar la noche. ¡Estaré mejor!, fue lo último que dijo y murió.

Todos los animales del valle por días fueron a mirar sus restos. Yacía ahí el animal más loco del valle. Había construido un monumento a la insensatez, digno de alguien que murió por querer realizar un sueño irrealizable.

En una mañana en la que el sol brillaba de una manera especial, todos los animales se congregaron en torno a aquello que se había convertido en una advertencia para los atrevidos. De pronto quedaron atónitos. Aquel caparazón duro comenzó a quebrarse y con asombro vieron unos ojos y una antena que no podía ser la del gusano que creían muerto.

Poco a poco, como para darles tiempo de reponerse del impacto, fueron saliendo las hermosas alas arco iris de aquel impresionante ser que tenían frente a ellos: una mariposa…

No hubo nada que decir, todos sabían lo que haría: se iría volando hasta la gran montaña y realizaría su sueño, el sueño por el que había vivido, por el que había muerto y por el que había vuelto a vivir.

Todos se habían equivocado. _decía mi abuela._

Todos tenemos un sueño que cumplir, vivamos por él, intentemos alcanzarlo, pongamos la vida en ello y si nos damos cuenta que no podemos, quizás necesitemos hacer un alto en el camino y experimentar un cambio radical en nuestras vidas y entonces, con otro aspecto, con otras posibilidades y con esfuerzo, seguramente lo lograremos.

El éxito en la vida no se mide por lo que has logrado, sino por los obstáculos que has tenido que enfrentar en el camino.

El árbol mágico

María Cecilia Fourcade

En el centro de una placita, de mi barrio, había un precioso y añejo árbol. El árbol tenía ramas muy largas para los costados y también para arriba. Parecía un poquito, a unos brazos locos que invitaban a los niños a subirse a él.

Pero el árbol, que ya era muy viejito, porque tenía 103 años, estaba un poquito triste. Resultaba ser, que de tan abuelito que era, de tan pero tan requete, tan gordo que estaba – Pues había bebido mucha lluvia decían – , le pusieron una cerca a su alrededor…con un cartel. Pero como el no sabía leer… Estaba más y más triste, porque era un abuelito sin la alegría de sus chiquitos.

Un día el árbol escuchó, – porque saben oír muy bien ellos, eh! – que alguien leía el cartelito: – “Árbol centenario. Monumento histórico nacional. Plantado por…”

Pero al árbol no le interesaba nada de esas cosas, el quería oír risas y sentir cómo se trepaban los chicos… oír los secretos que le contaban… pero no le gustaba nada cuando las personas grandes le hacían daño, escribiéndolo o rompiéndolo.

Tanto tiempo había pasado… que el árbol ya se había cansado de esperar.

Cuando esa tarde de primavera, un chiquito, llamado Eloy, de unos 10 años, pasó la cerca. ¡Qué contento se puso el árbol! Tanto, que escuchen bien lo que pasó:

Eloy fue a buscar a su amigo Nicolás, para no estar tan solito. Treparon a una rama que iba para el costado del sol y se quedaron recostados contándose cosas… pequeños secretos de cosas que les gustaría hacer.

El árbol escuchaba todo y se reía con sus hojas alegres. Entonces pensó que sería una linda idea hacer un poquito de magia.

Eloy le contó a Nicolás que él quería poder ganar muchas veces a las bolitas para que José no se riera más de él en el colegio, y así Agustina se haría su amiga.

Al día siguiente misteriosamente, Eloy ganó en todos los recreos a las bolitas y Agustina le dijo que lo había hecho muy bien y le regaló una bolita preciosa. Eloy estaba muy contento y guardó esa bolita como «la bolita de la buena suerte»

Esa misma tarde, después del cole, fue saltando y cantando de alegría al árbol, a encontrarse con Nicolás y le contó todo lo que pasó.

Así, el árbol escuchó todo y estaba muy feliz, ahora se reía muy fuerte con sus ramitas y sus hojas… – La magia funcionó! se dijo el árbol.

Nicolás también le contó lo que quería hacer con muchas ganas y fue así como el árbol abuelito se convirtió en el ÁRBOL MÁGICO, el que concedía los sueños.

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María Cecilia Fourcade Galtier

Acerca de María Cecilia Fourcade Galtier

Nací un 7 de junio de 1959, en Río Cuarto, Córdoba; en la cuna de una familia numerosa; descendiente de franceses e italianos, Católicos, con una muy buena educación, costumbres y tradiciones familiares. Mamá de Santiago y Eloy. La música es mi motor. Desde muy niña, me gustó cantar, integrando varios coros de esta ciudad, haciéndolo hasta la actualidad. A los cincuenta años, me dedico a disfrutar de la vida, aplicando la experiencia del pasado, y haciendo las cosas que me apasionan; las que hoy comparto con todos Uds.-
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